Abstract
“Desde niños nos educan para decir ‘sí’ cuando pensamos ‘no’, nos enseñan a besarnos en la mejilla y a apuñalarnos en la espalda” (Dresser y Volpi, 2006)
Hacia la calidad integral sin fronteras
[31] Esta nueva globalización, específicamente la de Estados Unidos, Canadá y México, llegó para quedarse. De eso no hay duda. Hay demasiados intereses de los poderosos por medio como para que se acabe, y es por esto precisamente que tenemos que tomar nuestras medidas grupales y personales para enfrentarla, especialmente los que estamos en la desventaja tercermundista, especialmente aquéllos que no disponemos de las estrategias de subsistencia que aportan los países desarrollados a sus ciudadanos comunes, desde el nacimiento mismo. Una forma de enfrentar esta globalización es conocer detalladamente los problemas que se presentan en las empresas globalizadas y las posibles soluciones de estos problemas. Los países y grupos sociales que pretenden vivir en situaciones de globalización pero que viven sujetos a sus obsesiones, especialmente cuando esas obsesiones se fundamentan en los mitos, los mitoides y la ignorancia, pagan muy caro sus pretensiones mundializantes.
[32] Aquí reproducimos una parte del texto Cultura gerencial México-Estados Unidos, de Eva S. de Kras, con el objetivo de que, por ejemplo, se vean los criterios de “un gerente mexicano”, el Sr. González, en cuanto a la forma de proyectarse “un funcionario estadounidense en México”, dentro de una empresa ubicada en este país, con trabajadores mexicanos. Veamos lo que le dice en una carta el Sr. González a otro ejecutivo mexicano, al Sr. Pablo:
[…] En primer lugar, diré que admiro mucho los conocimientos tecnológicos y administrativos de los norteamericanos. Sin duda que su enorme desarrollo y el éxito de sus empresas se han debido en gran medida a estos dos factores. Sin embargo, cuando tratan de imponer sus métodos aquí, surgen terribles problemas por las diferencias de costumbres y las culturas [Aquí recomendamos consultar: Fernando Antonio Ruano Faxas: Algunos recursos para valorar la comunicación a través del lenguaje oral, del lenguaje escrito y del lenguaje corporal: El área geográfica y los climas, Las esferas socioculturales, Los estilos, La edad, El sexo, El tabú lingüístico y La comunicación no verbal].
Mi experiencia ha sido que el ejecutivo en los EE. UU. parece ser un individuo frío, impersonal, poco emotivo, descortés y siempre dispuesto a la crítica. Da la impresión de que su objetivo es deshumanizar la empresa lo más posible y convertir a la gente en robots, o en algo que se les parezca lo más que se pueda. Para lograr esto, ataca los problemas de trabajo en forma completamente distinta a lo que se acostumbra aquí.
Por ejemplo, el piensa que todos debemos de “vivir para trabajar” y cualquier otra consideración es secundaria con respecto al trabajo.
El dice “El tiempo es dinero” e insiste mucho en lo que considera una utilización que valga la pena, de cada minuto. Ha producido reglas muy estrictas de puntualidad, períodos de descanso y conversación, hasta el punto de tratar de eliminar la cortesía y convivencia básicas. La cortesía normal es innecesaria y se ve como un desperdicio de tiempo valioso ya que siempre hay algún trabajo pendiente. Familiares y amistades se consideran de importancia secundaria. Al trabajar, sólo el trabajo debe comentarse, cualquier otra cosa se considera asuntos personales para tratarse fuera de las horas de trabajo [sabemos que en la empresa todo se comenta, de todo se habla, de forma personal o a través de los correos electrónicos, como lo ha demostrado, por ejemplo, Matt Beaumont, op. cit.].
Además, los plazos, ya sean mediante convenio escrito y oral son considerados tan obligatorios como si fueran juramentos y no se aceptan excusas por el incumplimiento. Las actividades deben coordinarse como las piezas de una máquina, para que cada una encaje perfectamente en la siguiente. Logrando esto, por fuerza tiene que llegar la eficiencia.
El piensa que los errores requieren una crítica inmediata y por lo general son inexcusables. Los sentimientos personales afectados por la crítica no se consideran importantes y uno debe tratar de sobreponerse a la sensibilidad ante la crítica.
Por último ni los problemas personales ni los de salud merecen atención a menos que estorben en forma importante la capacidad del empleado para desempeñarse eficientemente.
Parece increíble, pero es cierto. Ya te imaginarás la dificultad al tratar de imponer este tipo de método aquí en México. Cuando llegó el Sr. Smith, no tenía la menor idea de lo que es México ni de las costumbres de aquí. Supuso que los métodos norteamericanos podrían introducirse directamente, sin modificaciones y que la eficiencia se lograría si se presiona lo suficiente como para lograr el cumplimiento. No se ha dado cuenta de que nos exigen cambiar nuestras costumbres y sistemas de valores que han existido desde hace siglos y que son parte integrante del país. Además, existe el hecho indiscutible de que en el fondo no tenemos deseos de deshacernos de nuestras tradiciones y cultura antiguas y que consideramos valiosas. Me parece que lo que se necesita es adaptar el sistema para que se pueda absorber sin distorsionar nuestros valores, pero pudiendo aprovechar los desarrollos y capacidades de la tecnología y la organización de los Estados Unidos. Por desgracia el Sr. Smith parece creer que todos estamos ansiosos de adoptar el “sistema americano” porque expresa abiertamente su convicción de que éste es superior. De veras que es un problema tratar de convencer a alguien que tiene una actitud tan arrogante de que el éxito en los negocios en México requiere un enfoque diferente.
El primer día que él llegó a la gerencia general yo lo recibí y lo presenté con los demás gerentes. A todos les dio la mano, aunque pareció no estar muy acostumbrado a hacerlo. Pero después no quiso molestarse en que le presentara yo a los principales supervisores de la planta. Ya te imaginarás cómo se incomodaron todos y, sin embargo, pareció que el Sr. Smith ni cuenta se dio de las reacciones negativas, ni en general de lo necesarias que son las cortesías y la consideración elementales para con la gente ni del papel tan importante que esto tiene cuando se quiere conservar el respeto de los subordinados.
Poco después de su llegada sucedió otro incidente embarazoso. En la planta, en presencia de todos los trabajadores el Sr. Smith criticó enérgicamente a un supervisor. Naturalmente, éste se apenó hasta el punto en que pretextó enfermedad para no presentarse a trabajar los siguientes días. Su actitud hacia el Sr. Smith comprensiblemente cambió en forma permanente y también su actitud general hacia su trabajo, como resultado del incidente.
En otra ocasión, el gerente de producción fue llamado a la oficina del Sr. Smith y conmigo como intérprete él también fue severamente reprendido por un error en las cifras semanales de producción. El Sr. Smith no mostró paciencia ni comprensión cuando el gerente de producción trató de explicar razonablemente lo sucedido. Para mí, por desgracia todo el episodio fue extremadamente embarazoso, pero por fortuna el gerente de producción y yo somos buenos amigos, de modo de que no hubo resentimientos entre nosotros. Además de estos incidentes, han sucedido muchos menores y en realidad, la única conversación que tiene lugar entre el Sr. Smith y los gerentes, o cualquier miembro del personal implica algún aspecto del trabajo y sólo recuerdo una ocasión en la que hubo algún elogio.
Siguiendo con la idea de que nos quiere convertir en robots, déjame explicarte su punto de vista sobre el tiempo [aquí recomendamos consultar el texto “Tiempo y cronénica”, en Ruano, 2002a: 287-290]. Para él, el tiempo es una prioridad básica y todo aspecto de nuestra vida de trabajo tiene que considerarlo en primerísimo lugar. Por eso, ha buscado aplicar un reglamento estricto de puntualidad, horas de trabajo y períodos de descanso. Por otro lado da poco o ningún reconocimiento a los que trabajamos hasta más tarde sin decir nada, ni tener paciencia con los empleados que tienen problemas reales de puntualidad por motivos como el del deficiente transporte público. Esto sólo hace que trate de aplicar controles todavía más estrictos cada vez que surge una infracción al reglamento. De más está decir que estos métodos han provocado un ambiente tenso y desagradable, perjudicial en vez de benéfico para la productividad general.
[…] Pasando a un aspecto más personal, nadie en la gerencia puede evitar resentimiento ante la gran diferencia salarial que existe entre el Sr. Smith y nosotros. Claro que como Gerente General tiene que ganar más, aparte del hecho de que está viviendo fuera de su casa, pero la diferencia entre su nivel de ingresos y el nuestro es demasiado grande […] En cuanto a su familia, ni los conocemos ni los menciona nunca. Seguro que debe llevar una existencia muy rara. Después de todo, ¿para qué sirve la vida si no hay tiempo para disfrutarla con los familiares y amistades?
Por último, hay la cuestión de los modales. La mayoría de los norteamericanos aparentemente no se dan cuenta de la desafortunada impresión que crean cuando pasan por alto las cortesías comunes en el trato social […], el Sr. Smith es muy brusco para tratar a la gente en general, sin tener concepto de la cortesía cuando solicita información o cuestiona los procedimientos olvidando a veces decir “por favor” o “gracias” cuando trata con el personal. Siempre parece preocupado y tal vez olvida que estas pequeñas cortesías son importantes para todos nosotros (Kras, 1990: 8-11).
Al leer estas lamentaciones, enseguida recordamos una prueba del dramatismo del encuentro entre las dos culturas: la amerindia y la europea. Innegablemente, debido a factores hereditarios, existen formas de expresión del rostro que son innatas y que tienen el mismo significado en todos los ámbitos culturales, especialmente en aquéllos que presentan una cercanía mayor debido a la proximidad cultural, lingüística o geográfica (Ruano, 2002b). Nos referimos a las formas que se reflejan en nuestro rostro, a las contracciones de los músculos faciales, ante el dolor, la alegría, el miedo, la ira, la felicidad, el asco, etc. Aquí entonces la pregunta sería, ¿acaso algunos pueblos, ciertos grupos, determinadas personas, ya pueden controlar estas expresiones de manera tal que no podamos ver, no podamos saber, claramente, el sentimiento que expresan o que “supuestamente” deberían expresar?, ¿entonces quiénes son los que actúan de manera correcta, “ellos” o “nosotros” o “yo”? No podemos olvidar que todo progreso, al aparecer, en el mismo momento en que aparece por lo menos, siempre es temido y muy frecuentemente se rechaza. Los cambios, al producirse, automáticamente tienden a molestar, a preocupar, a alterar al grupo, a la masa, a los individuos, porque se cambia el orden que está establecido, la tradición, lo habitual, la herencia, y para que se asimile el cambio, si es que no se impone por las armas, que eso es otra cosa, tiene que pasar el tiempo, tiene que haber un periodo de adaptación y entrenamiento, en el que se vayan viendo las ventajas del cambio. Pero esto no es fácil. Aquí tendríamos que recordar la protesta más grande que ha generado un cambio. Nos referimos a la máquina, a la máquina industrial, que provocó un miedo profundo, dado que sustituiría innegablemente al hombre. Por otro lado, habría que reconsiderar a quién realmente benefician los “cambios”, a cuáles individuos, esferas, capas o estratos socioculturales y socioeconómicos llegarán los beneficios del cambio y quién o quiénes controlarán la suerte del cambio, lo que se refiere tanto a la historia de la imprenta, como a la de la radio, a la Enciclopedia de Diderot, y hasta a la firme decisión, contra viento y marea –y me refiero aquí, en particular, a los tradicionales y habituales obstáculos que intentan poner algunos grupos humanos y la Iglesia católica al pueblo desposeído de cultura científica para el conocimiento de la “verdad” de los hechos sociohistóricos, lo que afortunadamente en el mundo moderno, por lo menos en los pueblos civilizados, es ya casi imposible, dada la presencia y eficaz funcionamiento de los medios de comunicación, de Internet, de muchas instituciones gubernamentales y las asociaciones de derechos humanos–, de un desafortunado tratado de libre comercio.
Tal parece que la “lamentación” se repite, que vuelve, sólo que en situaciones temporales diferentes; el espacio es el mismo. Si recordamos la conversación llevada a cabo entre los doce primeros frailes y los principales señores indígenas, los sabios, los tlamatinime, en 1524, que nos ha llegado en traducción de León Portilla, veremos algo semejante a las quejas del Sr. González. Ésta es la argumentación indígena:
Señores nuestros, muy estimados señores;
Habéis padecido trabajos para llegar a esta tierra.
Aquí ante vosotros, os contemplamos, nosotros gente ignorante…
Y ahora ¿qué es lo que diremos?
¿qué es lo que debemos dirigir a
vuestros oídos?
¿Somos acaso algo?
Somos tan sólo gente vulgar…
Por medio del intérprete respondemos,
devolvemos el aliento y la palabra
del señor de cerca y del junto.
Por razón de él, nos arriesgamos
por esto nos metemos en peligro…
Tal vez a nuestra perdición, tal vez a nuestra
destrucción
es sólo adonde seremos llevados.
(Mas) ¿a dónde deberemos ir aún?
Somos gente vulgar,
somos perecederos, somos mortales,
déjennos pues ya morir,
déjennos ya perecer.
puesto que ya nuestros dioses han muerto.
(pero) Tranquilícese nuestro corazón y vuestra carne,
¡Señores nuestros!
porque romperemos un poco,
ahora un poquito abriremos
el secreto, el arca del Señor, nuestro (dios).
Vosotros dijisteis
que nosotros no conocemos
al Señor del cerca y del junto,
a aquel de quien son los cielos y la tierra.
Dijisteis
que no eran verdaderos nuestros dioses.
Nueva palabra es ésta,
la que habláis,
por ella estamos perturbados,
por ella estamos molestos.
Porque nuestros progenitores,
los que han sido, los que han vivido sobre la Tierra,
no solían hablar así.
Ellos nos dieron
sus normas de vida,
ellos tenían por verdaderos,
daban culto,
honraban a los dioses.
Ellos nos estuvieron enseñando
todas sus formas de culto,
todos sus modos de honrar (a los dioses).
Así, ante ellos acercamos la tierra a la boca,
(por ellos) nos sangramos,
cumplimos las promesas,
quemamos copal (incienso)
y ofrecemos sacrificios.
Era doctrina de nuestros mayores
que son los dioses por quien se vive,
ellos nos merecieron, (con su sacrificio nos dieron vida).
¿En qué forma, cuándo, dónde?
Cuando aún era de noche.
Era su doctrina
que ellos nos dan nuestro sustento,
todo cuanto se bebe y se come,
lo que conserva la vida, el maíz, el frijol,
los bledos, la chía.
Ellos son a quienes pedimos
agua, lluvia,
por las que se producen las cosas en la tierra.
Ellos mismos son ricos,
son felices,
poseen las cosas,
de manera que siempre y por siempre,
las cosas están germinando y verdean en su casa…
allá “donde de algún modo se existe”, en el lugar de Tlalocan.
Nunca hay allí hambre,
no hay enfermedad,
no hay pobreza.
Ellos dan a la gente
el valor y el mando…
Y ¿en qué forma, cuándo, dónde, fueron los dioses invocados,
fueron suplicados, fueron tenidos por tales,
fueron reverenciados?
De esto hace ya muchísimo tiempo,
fue allá en Tula,
fue allá en Huapalcalco,
fue allá en Xuchatlapan,
fue allá en Tlamohuanchan,
fue allá en Yohuallinchan,
fue allá en Teotihuacán.
Ellos sobre todo el mundo
habían fundado
su dominio.
Ellos dieron el mando y el poder,
la gloria, la fama.
Y ahora, nosotros
¿destruiremos
la antigua regla de vida?
¿la de los chichimecas,
de los toltecas,
de los acolhuas,
de los tecpanecas?
Nosotros sabemos
a quién se debe la vida
a quién se debe el nacer,
a quién se debe el ser engendrado,
a quién se debe el crecer,
cómo hay que invocar,
cómo hay que rogar.
Oíd, señores nuestros,
no hagáis algo
a vuestro pueblo
que le acarree la desgracia,
que lo haga perecer…
Tranquila y amistosamente
considerad, señores nuestros,
lo que es necesario.
No podemos estar tranquilos,
y ciertamente no creemos aún,
no lo tomamos por verdad,
(aun cuando) os ofendamos.
Aquí están
los señores, los que gobiernan,
los que llevan, tienen a su cargo
el mundo entero.
Es ya bastante que hayamos perdido,
que se nos haya quitado,
que se nos haya impedido
nuestro gobierno.
Si en el mismo lugar
permanecemos,
sólo seremos prisioneros.
Haced con nosotros
lo que queráis.
Esto es todo lo que respondemos,
lo que contestamos,
a vuestro aliento,
a vuestra palabra,
¡Oh, Señores nuestros!
Según Miguel León Portilla (1993). La filosofía náhuatl. Estudiada en sus fuentes. México, UNAM, 130-133
No podemos olvidar que México es un país muy grande –por su superficie, 1972500 km2, ocupa el puesto número 14 a nivel internacional, y por su población, unos 106 millones de habitantes dentro de México y unos 10 millones en Estados Unidos, ocupa el lugar número 11–, muy variado –unos 90 pueblos indígenas, con unas 62 lenguas indígenas más sus dialectos, unos 17 dialectos geográficos del idioma español más los dialectos sociales; una inmensa variedad de religiones, sectas y cultos que son asombrosamente practicados abierta o “¿secretamente?” por absolutamente todos los grupos y esferas sociales en un país “considerado” como “católico”. Agreguemos a esto la policrómica variedad de comunidades extranjeras residentes en el país –pero también “no residentes”, como es el caso de la marcada influencia de la comunidad de cubanos de Miami, que está relacionada directamente con la vida artística, cultural ¿y política? de México–, con todas sus gamas y matices de tradiciones, folclores, protocolos, etiquetas…, entre las que destacan las comunidades de españoles, judíos, árabes, argentinos, chilenos, cubanos…, que influyen y hasta deciden en cierta medida la vida económica, laboral, cultural, artística, deportiva ¿y política? del país.
México es un país muy complejo, y aquí los criterios de “bueno” y “malo” –como siempre sucede en los países tan grandes, con una distribución tan desigual de las riquezas y los bienes y con fronteras tan disímiles– en empresas nacionales y transnacionales reconocidas en este país y fuera de él pueden oscilar en un amplio espectro… Lo mexicano y el mexicano entran en la historia con signos peculiares:
¿Quién lo diría? El país no ha cambiado nada: los de abajo siguen siendo los de abajo, los de arriba siguen siendo los de arriba, los de al lado siguen siendo los de al lado, los de en medio cada vez son menos […]
La historia de México, como lo revela este libro, es en realidad un fantástico paseo virtual por un parque temático habitado por hombres machos y mujeres sumisas, héroes mancos y sólo tres heroínas (sor Juana, doña Josefa y Chepina Peralta). Según la versión oficial creada por los que ganaron, vivimos en un país donde los malos siempre son extranjeros (de preferencia gringos), y donde a pesar de que hemos peleado en desventaja, perdemos (siempre) con el honor intacto y el humor también.
Así, a golpes de injusticia hemos logrado forjar las expresiones cotidianas que nos dan patria: “Ya cerramos”; “Le falta un sello, dos copias al carbón y la firma de su abuelita materna”; “Uuy no, joven”; “¿De a cómo nos arreglamos?”; “Ahí lo dejo a su criterio”; “En la delegación va a salir más caro”; “La última y nos vamos”; “Mañana te pago”; “Por lo menos el aeropuerto de la ciudad de México es mejor que el de otros países”; “Más vale malo por conocido que bueno por conocer”; “Ahí se va…”; “Un político pobre es un pobre político”.
Estas frases nos desnudan, nos exponen, nos enorgullecen, nos revelan. Son parte de la gloriosa herencia histórica que dicen que tenemos; ¿quiénes?, pues los autores de la “historia oficial”, redactada al calor de unos pulques por un grupo de intelectuales famosos. Ellos pensaron, en la década de los treinta, que México tenía que verse a sí mismo de otra manera y salía más barato cambiar la historia que cambiar al país. Entonces lo hicieron y crearon esos libros de altísima calidad, papel bond, imágenes inolvidables y fantasías maravillosas. Lo hicieron tan bien que algunos posteriormente fueron contratados por Walt Disney. Los que se quedaron fundaron algo que ni a él se le hubiera ocurrido: un partido para repartirse el país, el PRI.
Con frecuencia se dice que el PRI creó al México posrevolucionario y su forma de hablar y de actuar. Se dice que al PRI le debemos todo, absolutamente todo, la paz social, la estabilidad política, las instituciones democráticas y la clorofila que permite que las plantas tengan buen aliento. Esta visión, por supuesto, minimiza sus contribuciones. Los priístas no sólo inventaron la ideología de la Revolución mexicana y la Roqueseñal; también debemos estarles agradecidos por la SEP, la UNAM, Tlatelolco, el IMSS, el ISSSTE y las urnas embarazadas. Y aun hay más: el PRI inventó cómo repartirse el pastel de la manera más equitativa y lo logró gracias a mecanismos ingeniosos, como todo lo que hacemos los mexicanos. Queda claro que los “carruseles”, los “mapaches” y los “ratones locos” son probablemente su logro más distintivo, sin olvidar, por supuesto, la llamada “caída del sistema” o los 946 monumentos al Programa Nacional de Solidaridad […]
A todos estos éxitos los opacan incluso otros: un presidente elegido por “dedazo” durante 7 sexenios consecutivos, un Congreso que nunca rechazó una sola iniciativa presidencial entre 1929 y 1997, una Suprema Corte que sólo le rendía cuentas a Dios, 31 gobernantes que vivían arrodillados, cientos de presidentes municipales obedientes, decenas de medios amordazados, concursos de yo-yo amañados and a partridge in a pear tree. Esta lista revela un sistema que trabaja como una aplanadora bien aceitada, de esas que hoy hacen tanta falta al periférico.
Gracias al PRI, México inauguró el turismo legislativo y las primeras tortillerías en Los Ángeles (producto del Tratado de Libre Migración). Gracias a 71 años de partido dominante, todo México se convirtió en un triángulo de las Bermudas donde la legalidad desaparecía al sobrevolarlo. Gracias a Manuel Bartlett, el sector eléctrico sigue siendo nuestro y a precios totalmente mexicanos (o sea, 10 veces más caros que en el resto del mundo). Y no cabe duda que hemos vivido momentos apasionantes de la mano de este gran partido. El país gozó la niñez, la infancia, la adolescencia, la edad adulta, la vejez, la decrepitud y la vida en formol de Fidel Velázquez. Tuvo la oportunidad de presenciar cómo la familia Hank hizo su fortuna y la compartió con sus mejores amigos. Experimentó la emoción de crisis económicas cíclicas desde 1976. Envidió los 27 pasaportes de Raúl Salinas y sus cuentas en Suiza y suspiró de alivio con la demostración posterior de su inocencia. Rió, lloró, gritó. ¿Qué más se puede pedir? A ningún otro partido hegemónico se le ha exigido tanto.
Pero como todo lo bueno tiene que acabar, el priismo también se acabó, o por lo menos se semiacabó. Y después de sexenios excitantes llegó la democracia donde no pasa nada. O lo que pasa sigue siendo muy similar a lo que pasaba antes, o pasan algunas cosas que eran inevitables, como la muerte de Leonardo Rodríguez Alcaine, las cirugías plásticas de las esposas de los funcionarios y el enriquecimiento ilícito de los hijos de las esposas de los funcionarios. Bueno, hay más pluralidad, hay un Instituto de Acceso a la Información, que casi nadie conoce pero finalmente ahí está. Todos podemos burlarnos del presidente y ponerle cuernos sin acabar por ello en el Campo Militar número 1. El Congreso que antes pasaba todas las leyes ahora no pasa ninguna. Sufrimos menos y nos reímos más. Nuestra calidad de vida no ha aumentado pero nuestro sentido del humor sí.
Han pasado más de 180 años desde la Independencia y la pregunta que debemos hacernos ahora es si ha sido un tiempo bien usado. Nuestro progreso como país ha sido lento pero seguro, porque como dice Vicente Fox: “Más vale paso que aguante que trote que canse”. Claro que han existido grandes logros y este libro, aunque le duela, se va a morir en la raya defendiéndolos. La Colina del Perro que construyó José López Portillo encabeza la lista. O qué decir del “fraude patriótico”. O del Niño Verde con sus chamacas y sus chamaqueadas. Incluso la finca del Encanto ha servido para algo (fue útil para encontrar una osamenta sembrada). Todas estas innovaciones han ayudado a crear lo que hoy es el Homo Mexicanensis, ese espécimen único, irrepetible, incomparable y exportable. Tanto así que hay 10 millones en plena reconquista del territorio arrebatado por Estados Unidos. Hagamos un recorrido, pues, a través de la gesta sin par del pueblo mexicano.
A lo largo de este recorrido surgen todos los mitos que los mexicanos usan para vivir tranquilos y dormir bien por las noches. Allí están a todo color y disponibles también en versión pirata. El mito del país mestizo, incluyente, tolerante (mientras no seas indio, homosexual o mujer). El mito del país que no es racista con los negros (porque por suerte sólo hay cuatro, incluyendo al “Negro” Durazo). El mito del país que abolió la esclavitud y con ello eliminó la discriminación (excepto hacia las mujeres, los extranjeros, los discapacitados y los vendedores de chicles). El mito del país progresista donde la Secretaría de Salud distribuye la “píldora del día siguiente” (pero el partido en el gobierno la condena). El mito del país con instituciones sólidas que vigilan el interés público (bueno, por lo menos tenemos al IFE) […] (Dresser y Volpi, 2006: 15, 17-18, 20-21).
“México es un país de contactos difíciles. Ha mantenido relaciones pero no vive en relación…, ninguna de sus salidas representa el ejercicio de una actividad normal. Media algún desajuste que no impide finalmente el contacto pero sí lo enrarece” (Silvio Zavala [1953]. Aproximaciones a la historia de México. México, PORRÚA). Santiago Ramírez, quien ha sido llamado “el peregrino de la geografía espiritual del mexicano”, nos dice en torno a la dominación de unos grupos sobre otros en esta área mesoamericana:
La preponderancia de un grupo sobre otro era habitualmente el resultado de conquistas de tipo militar, cuya consecuencia final era el producto de un doble juego de fuerzas: por una parte la declinación del grupo social dominante hasta ese momento y por la otra la fuerza agresiva y acometida del grupo incorporado recientemente en el panorama militar. En estas circunstancias, desde el punto de vista de la preponderancia militar y política, la historia de Mesoamérica es la sucesión de superposiciones culturales, de acuerdo a las cuales, la cultura de nueva incorporación somete y sojuzga a la precedente. Claro está que las características de este sometimiento cultural tienen una serie de particularidades, que la harán única desde el punto de vista histórico. Baste decir que la dominación cultural hacía recaer el acento en el sometimiento político, militar y económico, más que en los aspectos religiosos. De cualquier manera la tensión social provocada hacía que la relación entre el sometido y el dominador se revistiera de características peculiares. Por una parte el sometimiento creaba un fuerte sentimiento de ambivalencia: se admiraba y odiaba simultáneamente al conquistador. Los sentimientos de respeto y adulación estaban prontos a ser sustituidos pos sus opuestos, hostilidad y venganza en el momento en que las circunstancias lo permitiesen. Es más, diferentes grupos estaban dispuestos a unirse, pese a las diferencias existentes entre ellos, con la finalidad de crear un núcleo más potente ante el conquistador. Este equilibrio inestable, pronto a estallar, se reforzaba con las grandes diferencias sociales existentes en el seno de un mismo grupo. Efectivamente, las diferencias sociales y jerárquicas que mediaban entre una y otra clase social, en particular entre el pueblo y la aristocracia militar y religiosa, eran de tal magnitud que constituían terreno fértil para la expresión de situaciones en conflicto y drama (Ramírez, 1977: 34-36).
México es un país que no solamente es difícil de entender –en sus virtudes y conflictos– para los extranjeros. Los mexicanos de adentro, los que viven aquí, tampoco entienden este país –acerca de esto nos habla el habitual elevado índice de abstencionismo electoral–; no digamos ya para los más de 25 millones de mexicanos y descendientes de mexicanos que viven afuera, pero que siguen decidiendo de manera trascendental la vida de este país en todos los sentidos. Es común –y, por supuesto, imprescindible– en la historia de la humanidad que los pueblos que interactúan, que están involucrados en una “globalización”, cualquiera que sea ésta, intenten entender sus comportamientos porque “cada pueblo tiene, en efecto, un carácter nacional distintivo, un sistema de reacciones específico suscitado por la circunstancia vital en que se halla colocado, a saber: su medio geográfico, económico, histórico, político y jurídico” (José E. Iturriaga [1951]. “El carácter del mexicano”, en La estructura social y cultural de México. México, FCE, 225-244). Una de las consideraciones que ya hace más de quince años ha presentado mayor interés en un público muy amplio, tanto en México como en el extranjero, acerca de México, los mexicanos y lo mexicano, aparece en un texto que, al decir de Carlos Fuentes “Será un libro clásico sobre México durante mucho tiempo”, y que, ¡inconcebible!, “ha sido tanto un fenómeno editorial como un bestseller político” –sólo en México se han vendido más de 250 mil ejemplares–. Me refiero a Vecinos distantes, de Alan Riding. Este destacado autor dice lo siguiente:
Hoy día, 90 por ciento de los mexicanos son mestizos, en términos estrictamente étnicos, aunque como individuos sigan atrapados en las contradicciones de su ascendencia. Son tanto hijos de Cortés como de Cuauhtémoc, no son españoles ni indígenas, son mestizos, aunque no admitan su mestizaje [recordemos lo que dice una placa en la Plaza de las Tres Culturas: “El 13 de agosto de 1521, heroicamente defendido por Cuauhtémoc, cayó Tlatelolco en poder de Hernán Cortés. No fue triunfo ni derrota. Fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy.”] También como país, México busca interminablemente una identidad y oscila, en forma ambivalente, entre lo antiguo y lo moderno, lo tradicional y la de moda, lo indígena y lo español, lo oriental y lo occidental. La complejidad de México radica tanto en el enfrentamiento como en la fusión de estas raíces [y aquí es bueno recordar lo que al respecto dijo José E. Iturriaga: “Una prueba de que (en México) el mestizaje cultural está en proceso de formación y de que la reconciliación de nuestras dos sangres no se ha logrado aún radica, por ejemplo, en que el nombre de Cortés sigue siendo polémico aun ante los más equilibrados indigenistas, aparte de que en cierto modo el Conquistador sigue teniendo un símbolo adscrito a los credos políticos regresistas. Y es curioso observar cómo el mexicano medio se siente ligado más a la figura de Cuauhtémoc que a la de Cortés, en contraste con lo que ocurre en Perú, donde el peruano medio se siente ligado más a la figura de Pizarro que a la de sus antepasados indígenas. En México, Cortés carece de estatua y Cuauhtémoc en cambio la tiene; en el Perú, Pizarro cuenta con multitud de estatuas y en cambio carece de ella Atahualpa; los textos de historia peruana, al referir batallas de la Conquista, hablan como si fuesen españoles los que las describen; en cambio en nuestros textos oficiales se dice con frecuencia: «Aquí derrotamos a los españoles.» Lo que revela este planteamiento historiográfico disímil entre dos países con porcentajes elevados de población indígena es en verdad de honda significación cultural] [José E. Iturriaga (1985). “El carácter del mexicano”, en Gran colección de la literatura mexicana. El ensayo. Siglos XIX y XX. México, Promexa, 609-610]
Los mexicanos no tienen problema alguno para entenderse entre ellos. Lo logran por medio de las claves secretas –costumbres, idioma [con sus más de 17 variantes geolectales del idioma español y otra inmensa cantidad de sociolectos a lo largo y ancho del país, con lo que se pretende, especialmente con los sociolectos, marcar diferencias extremas al nivel socioeconómico y, también, al nivel sociocultural. Recordemos que en este país existen más de 62 idiomas indígenas, que se hablan y se escriben en la actualidad, repartidos entre unos 90 pueblos nativos] y gestos [las negritas son nuestras]– que, inconscientemente, aprenden desde la infancia, y aceptan la consistencia de sus inconsistencias como parte de un patrón establecido que tan sólo repiten. Empero, sufren cuando tratan de explicarse a sí mismos. Se dan cuenta de que son diferentes –no sólo de los estadounidenses y europeos, sino también de otros latinoamericanos–, pero parecen desconocer el motivo. Se ha pedido a poetas, novelistas, filósofos, sociólogos, antropólogos y psicólogos que definan la “mexicanidad”, pero incluso ellos se confunden cuando tratan de distinguir las “máscaras” de los rostros “reales” de la personalidad mexicana. Hay un aire mágico, inasible, casi surreal en los mexicanos. Y, lo que es más frustrante aún, cuando llega a ser captado por una descripción, se disfraza de caricatura.
La clave radica en el pasado, en un profundo pasado subconsciente que está vivo en los mexicanos de hoy. Se trata de un pasado continuo, pero no consistente. En él, los mexicanos deben conciliar el hecho de ser conquistados y conquistadores, de conservar muchas características raciales y rasgos de la personalidad indígena, e incluso glorificar sus antecedentes prehispánicos, al tiempo que hablan español, practican el catolicismo [además de practicar otras religiones y algunos cultos, estos últimos de manera secreta] y piensan de España como la madre patria. El legado del pasado también es abrumador para la sociedad. Sobre las ruinas de una larga sucesión de imperios teocráticos y militaristas, Cortés impuso los valores de una España profundamente católica e intelectualmente reprimida. Así pues, la Conquista reafirmó una fuerte tradición de autoritarismo político y omnipotencia divina que, aún ahora, resiste las incursiones del liberalismo occidental.
Hubo otros países de América Latina conquistados y colonizados por la Península Ibérica, pero los resultados fueron diferentes. Las colonias del Caribe y las costas del Atlántico, muy poco pobladas, se formaron con emigrantes de Europa y, posteriormente, con esclavos de África. En los países de América Central y los Andes, donde subsisten poblaciones indígenas numerosas, los europeos de sangre pura siguen siendo las clases dominantes. Sólo México es verdaderamente mestizo; es la única nación del hemisferio donde se dio el mestizaje religioso y político, además del racial; tiene el único sistema político que se debe entender dentro de un contexto prehispánico; y sus habitantes son todavía más orientales que occidentales. Son pocos los países del mundo donde el carácter de la gente se refleja tanto en su historia, política y estructura social, a la vez que es reflejo de ellas.
Algunas veces, parece como si los españoles ocuparan el cuerpo de los mestizos [y creo que aquí hay que destacar “el orgullo” con el que muchos mestizos en este país proclaman su “descendencia directa” de España, sin conocer que los españoles también son desde el punto de vista antropológico el resultado de un complicadísimo proceso de mestizaje en el que han intervenido las más variadas razas, desde germánicos, pasando por iberos, fenicios y romanos, entre otros, hasta los moros –árabes y negros–] y los indígenas conservasen el control de su mente y sentimiento. A fin de cuentas, el espíritu superó la materia. La mayor parte de los mexicanos meditan y filosofan, son discretos, evasivos y desconfiados; son orgullosos y vigilantes de las cuestiones de honor; se ven obligados a trabajar mucho, pero sueñan con una vida de holganza; son cálidos, ocurrentes y sentimentales y, en ocasiones, son violentos y crueles; son inmensamente creativos e imaginativos y, sin embargo, resulta imposible organizarlos porque en lo interno tienen ideas definidas y en lo externo son anárquicos. Sus relaciones entre sí –y con la sociedad considerada en general– se guían por las tradiciones más que por los principios, por el pragmatismo más que por la ideología y por el poder más que por la ley.
El contraste más extraño de todos pudiera estar en el ritual y el desorden que parecen coexistir dentro del mexicano, aunque ello ilustra también el predominio de lo espiritual sobre lo material. La preocupación por el aspecto emocional y el espiritual de la vida es visible en una poderosa religiosidad, en el apego a las tradiciones, en la conducta ceremoniosa y la formalidad del lenguaje. La eficiencia mecánica, la puntualidad y la organización de una sociedad anglosajona parecen no tener sentido en este contexto. El mexicano toma en cuenta más lo que uno es que lo que hace, el hombre y no el puesto que ocupa: trabaja para vivir y no a la inversa. Puede enfrentar el caos externo siempre y cuando sus preocupaciones espirituales sean atendidas, pero no puede permitir que su identidad sea opacada por fuerzas humanas. Más bien, interpreta el mundo de acuerdo con sus emociones. En un entorno de desorden aparente, puede improvisar, crear, y finalmente, imponer su personalidad a las circunstancias. En el fondo, en aras de expresar su individualidad, contribuye al desorden.
Esta actitud básica es evidente en todos los aspectos de la vida. El mexicano no es jugador de equipo: en los deportes sobresale en el boxeo, pero no en el fútbol; en el tenis, pero no en el básquetbol. Le resulta difícil aceptar una ideología que exija congruencia estricta entre sus ideas y sus actos. Incluso los derechos legales, con frecuencia, se deben filtrar por las facultades discrecionales de los individuos convirtiéndose en favores personales. Y, aunque la influencia del mexicano puede derivar de su posición política, la ejerce como proyección de su personalidad. Quizá porque reconoce que la autodisciplina y el respeto de la ley necesitan algún sustituto para que la sociedad funcione, también acepta los dictados impuestos por un genio colectivo autoritario. Así, desde la familia hasta la nación, las reglas que operan son virtualmente tribales. Si quiere ser parte y sacar provecho, ha de respetar las reglas.
Como portador de las creencias, costumbres y pasiones acumuladas a lo largo de muchos siglos, el mexicano es dueño de una enorme fuerza interior. Y, así como ésta se manifiesta en un sentido metafísico de la soledad, también hace erupción en una creatividad casi sin control. Los templos, las esculturas, las alhajas y la cerámica legados por las civilizaciones prehispánicas pertenecen a una tradición intacta de la expresión artística. Hoy día, no sólo los indígenas, sino también los mestizos, siguen siendo extraordinarios artesanos, en una tradición que todavía considera que un meticuloso sentido del detalle y el diseño son más importantes que la producción en masa. Todos sus tejidos, cerámica, orfebrería y tallas en madera tienen un sello personal distintivo. Su desafiante empleo de los colores –rosas, morados, verdes y naranjas– no es menos original y refleja al mismo tiempo las flores naturales y las de papel que adornan sus vidas. La interminable variedad de los platillos mexicanos y su cuidadosa presentación ofrecen un campo donde se combina el ritual y la improvisación. Además, los mexicanos se echan a cantar a la menor provocación.
Los mexicanos incluso han hecho frente al sentido occidental del tiempo […]
[…] el futuro se contempla con fatalismo y, por ende, el concepto de planificación resulta anormal. Pensando que el curso de los acontecimientos está predeterminado, los mexicanos no encuentran gran justificación para disciplinarse en una rutina. Los empresarios pretenden obtener utilidades rápidas y abundantes, en lugar de intentar la expansión del mercado a largo plazo; los individuos prefieren gastar a ahorrar –quizá ahorren para una fiesta, pero no para un banco–, e incluso la corrupción refleja el concepto de aprovechar la oportunidad en el momento y enfrentar las consecuencias después […] El mexicano quizá trabaje tanto como sus antecesores indígenas, pero sueña con emular a sus antepasados españoles, a aquellos que llegaron a conquistar y no a trabajar; la imagen del éxito es más importante que cualquier otro logro concreto.
El tiempo mismo entraña reglas que deben desafiarse. Cotidianamente, la puntualidad parece poco valiosa, ya que no vale la pena truncar nada importante o grato en aras de un compromiso futuro: el llegar tarde a una cena, una hora más o menos, no merece una disculpa; por el contrario, lo grosero es llegar a tiempo. Se conciertan citas, tanto con un ejecutivo como con un fontanero de barrio, con pocas esperanzas de que sean cumplidas, y nadie se molesta mucho cuando no se respetan. La costumbre del ausentismo después del fin de semana ha llegado a institucionalizarse en el “San Lunes”, que en sí se considera explicación suficiente. En muchas ocasiones, la lógica no funciona: una sirvienta puede abandonar su empleo el día antes de recibir su paga, meramente porque sintió ganas de irse. Por consiguiente, el síndrome de mañana no es síntoma de ineficiencia o pereza crónicas, sino más bien evidencia de una filosofía del tiempo totalmente diferente. Si el pasado está seguro, el presente se puede improvisar y el futuro vendrá por sí mismo.
Así, los desastres que le acontecen a los mexicanos no son desengaños importantes, puesto que están considerados como inevitables. El ni modo, con su connotación de mala suerte, o de que no había forma de prevenir el revés, es la respuesta normal ante un error o accidente. Las derrotas físicas incluso sirven para realzar el valor de los triunfos espirituales y subrayar la supremacía del espíritu sobre el cuerpo. El fatalismo es compañero de lo indígena. Las civilizaciones prehispánicas buscaban “señas” del futuro en el comportamiento de la naturaleza –o de sus dioses–, pero en modo alguno se sentían capaces de influir en los acontecimientos. En la época postcolonial, la Virgen de Guadalupe desempeñó el mismo papel, ofreciendo la esperanza de milagros, pero sin engendrar amargura cuando las peticiones quedaban sin respuesta. “Hasta ahora, los mexicanos han aprendido solamente a morir –escribió Samuel Ramos sobriamente, en los años treinta, en El perfil de México y su cultura, su obra clásica–, pero ya es hora de que adquieran el conocimiento de la vida” (Riding, 2002: 13-17).
Otro material que recomendamos para considerar las particularidades culturales de los mexicanos en el contexto de la América del Norte es: Iván Zavala (2001). Diferencias culturales en América del Norte. México, UNAM-PORRÚA, especialmente el Capítulo 3, “Los mexicanos”, 71-176, además de: Saúl Trejo Reyes (1993). “La frontera norte”, en México en la década de los 90. México, Estudios Económicos y Sociales-Banco Nacional de México, S. A., 217-219 y Enrique Núñez Hurtado (1993). “México en esta frontera (una reflexión desde Tijuana)”, en México en la década de los 90. México, Estudios Económicos y Sociales-Banco Nacional de México, S. A., 220-223.
Ahora veamos lo que piensa acerca de este encuentro de culturas laborales el Sr. John Smith, Gerente General de la empresa, a través de otra carta a un colega, a Bob Wright:
Mis primeros seis meses aquí han sido muy traumáticos. Creo que pueden interesarte algunas de mis experiencias y quizá hasta percibas cierto parecido entre la situación de aquí y la de Filipinas.
Fui recibido el primer día por el gerente de finanzas, el Sr. González, quien me saludó en inglés y a quien encontré muy conocedor y amistoso. Pareció aceptar de muy buen grado el bosquejo que le hice de los nuevos procedimientos de control. Sin dudarlo decidí utilizarlo también como mi intérprete.
Me di cuenta desde mi oficina que el resto del personal llegó bastante después de las 9.00 a.m., aunque el horario es de 9 a 6. Añadí entonces la puntualidad a la agenda de las primeras juntas. En la junta, González me presentó a los demás gerentes, los de producción, ventas y personal y con eso me di cuenta de que el apretón de manos al ser presentados es un convencionalismo que se observa estrictamente. Todos parecieron estar muy dispuestos a cooperar y expresaron deseos de colaborar muy estrechamente en el trabajo conmigo. Lo primero que hice fue repasar con ellos sus responsabilidades generales en sus gerencias de áreas y después pasé a delinear mis nuevos procedimientos para producción y control. A continuación recorrí la planta con el gerente de producción y González y así me fueron señalando los problemas más pertinentes. Ambos parecieron estar muy interesados en presentar a los supervisores clave pero les dije que consideraba que por el momento había asuntos más urgentes que tratar. Me dieron la impresión de que esto los desilusionó hasta cierto punto, pero no dijeron nada. El resto de ese primer día lo pasé revisando los reportes que me había dejado mi predecesor.
Pasé varias semanas bajo el bombardeo de problemas a que me sometieron mis gerentes, que querían recomendaciones y decisiones mías. No queriendo que se notara mi irritación haciendo tan poco que había llegado, convoqué de inmediato a otra junta de gerentes para recordarles sus responsabilidades. Después hice otro recorrido rutinario de la planta, donde encontré a un supervisor demostrando un procedimiento a un trabajador, pero un procedimiento totalmente incorrecto y que habría producido una pieza defectuosa. Para cortar el error de raíz de inmediato los interrumpí y amonesté severamente al supervisor. El incidente pareció generar mucho interés, porque los demás trabajadores se detuvieron para observar lo que pasaba. Después, llamé al gerente de producción a mi oficina para insistir enérgicamente en sus responsabilidades en cuanto al desempeño de sus supervisores y trabajadores. Le advertí que no aceptaría una repetición de este incidente. Al día siguiente, el supervisor en cuestión faltó a trabajar por enfermedad y el gerente de supervisión me sacaba la vuelta. Creo sin embargo que este incidente sirvió para que el resto del personal estuviera consciente de que yo no acepto esas fallas.
Después de que continuaron los problemas de puntualidad, horarios de trabajo, períodos de suplencia y “tiempo de charla” envié notificaciones individuales del reglamento básico de personal a cada empleado. A pesar de esto, he observado sólo ligeras mejoras en la puntualidad, y por eso me parece que tal vez llegue a ser necesaria la acción disciplinaria.
Pasando a otra cosa, el mes pasado nos topamos con dificultades para poder sacar unas máquinas de las bodegas de la aduana central. Iban exigiendo detalles cada vez más complejos y variados como requisito para entregárnoslas. González insistía en que con una mordida al jefe se lograría la liberación inmediata de las máquinas y en realidad era nuestra negativa a hacerlo lo que causaba la demora. Este ejemplo tan poco ético no estuve dispuesto a aceptarlo, de modo que traté de resolver el problema personalmente. Para no hacer demasiado largo esto, después de una desagradable experiencia acabamos por tener que pagar, pues de lo contrario nunca nos hubieran entregado nuestra mercancía. Esto me asombró. Luego vino el problema de la descompostura del teléfono. Era urgente porque las dos líneas que nos restaban continuamente estaban ocupadas. Repetidas llamadas produjeron repetidas promesas de que “mañana” llegaría el técnico y a pesar de quejas personales al gerente de servicio de reparaciones tardaron un mes en componer el teléfono.
Después de tres meses en México decidí que había llegado el momento de aflojar un poco la formalidad de nuestra junta semanal. Anunciando que realizaríamos las juntas en forma más norteamericana, me quité el saco, me aflojé la corbata y subí los pies en el escritorio. Los gerentes, en vez de ponerse más a gusto con la informalidad, parecieron apenarse pero no dijeron nada. Después de una breve pausa silenciosa, pasamos a tratar asuntos de la planta. El gran esfuerzo seguía enfocado sobre la productividad, por lo que procedimos a establecer el plan básico de un nuevo programa integrado de procedimientos. Se decidió que cada gerente documentaría lo correspondiente a su área, reuniría un paquete de material presentable y me lo sometería para aprobación en aproximadamente diez días. Casi dos semanas después todos los gerentes me entregaron un documento hermosamente diseñado que contenía todos los conceptos básicos que ya habíamos comentado. La presentación de la información fue muy efectiva y a todos les felicité muy merecidamente por una buena labor. Los detalles de la implementación práctica no los comentamos porque quise dejárselos a ellos.
Tres semanas después pensé que sería bueno verificar el progreso realizado y me asombré al darme cuenta de que sólo en una sección se había hecho siquiera un intento por implementar el plan. De inmediato llamé a todos a la oficina para exigirles una explicación, que me dio el gerente de finanzas al decirme que todos habían estado esperando que yo les fijara la fecha de iniciación. De nuevo tuve que recalcarles sus responsabilidades y autoridad como gerentes. Al finalizar ese incidente, resolví ser muy específico al dar instrucciones y en general los gerentes parecen ahora ser más productivos. Sin embargo, me cuesta trabajo entender su mentalidad, ya que parece que no se dan cuenta de que venir continuamente a que yo les dé decisiones y recomendaciones es un reflejo de su nivel de competencia y que el hacerse responsables de las cosas es parte esencial de su trabajo. Por otro lado, son tan agradables y parecen estar tan dispuestos a cooperar que rara vez hacen comentarios sobre mis decisiones, a menos que se les pida específicamente y aún así, la reacción es muy diplomática y cautelosa.
Recientemente supe que había una vacante de gerente general de ventas para la región norte de México. Pensé que nuestro gerente de ventas podía ocupar ese puesto porque es muy competente, pero cuando se lo propuse no mostró entusiasmo sino que muy cortésmente rechazó la oferta diciendo que su familia y su casa estaban aquí y aquí estaba contento, por lo que no tenía ningún interés en trasladarse a otra parte del país. Me pareció increíble que descartara una oportunidad de ascenso y un aumento importante de salario. Con razón no progresan.
Hace algunas semanas encontré un error importante en el reporte semanal de producción, así que llamé al gerente de producción a mi oficina. Empezó a recitar una larga serie de explicaciones sobre la probable forma en que el error se había colado al reporte, pero como ya se me había agotado la paciencia con los pretextos y la pérdida de tiempo, interrumpí su conferencia advirtiéndole que no sería aceptable una repetición de este tipo de error. Evidentemente se sintió apenado, pero ya no intentó justificarse. Por aclarar las cosas le señalé que criticaba yo su trabajo, pero no a él en lo personal. Esto no pareció disminuir su pena, pero me quedé con la esperanza de que entendiera lo que quise decir.
Poco después de esto se presentó otro tipo de situación. Habíamos decidido redecorar la oficina general de la planta y me di cuenta de que la oficina del gerente de ventas estaba en muy mal estado, así que di instrucciones al contratista para que también la remozara. De inmediato me fueron a ver todos los demás gerentes para solicitar que también se remodelaran sus oficinas. Protestaron porque esto implicaba discriminación y me preguntaron que si no consideraba que sus gerencias eran del mismo nivel que la de ventas. Yo les aseguré que el volver a pintar sus oficinas no tenía nada que ver con el nivel de sus puestos pero no quedaron satisfechos hasta que estuve de acuerdo en que todas las oficinas se redecoraran aunque no lo necesitan en realidad. Sigo sin entender su lógica. Seguramente deberían entender que su salario es una forma de reconocimiento a sus puestos mucho mejor que el aspecto de sus oficinas.
Recientemente se presentó otra situación. Después de las evaluaciones de desempeño decidí despedir a cierto número de empleados a los que consideré “peso muerto”. Sin embargo, descubrí que los despidos por incompetencia en México son muy difíciles y costosos. Logramos deshacernos de tres que resultaron ser parientes de otros que trabajaban en la planta. Para evitar problemas en el futuro prohibí la contratación de familiares o amistades de nuestros empleados. Toda esta serie de acontecimientos creó tal escándalo que se presentó el secretario del sindicato amenazando con emplazar a huelga. Por fortuna esto no sucedió, pero el representante sindical no pareció interesarse en escuchar mis motivos para esos despidos sino que cambió el tema a la inminente renovación del contrato colectivo. Ya teníamos listas las propuestas de la empresa y yo también estaba preparado para comentar en forma preliminar nuestra posición, pero tampoco esto pareció interesarle. Después González me explicó que lo acostumbrado era ofrecerle una “comisión” al dirigente sindical para facilitar la celebración de un contrato rápido y sin problemas. Yo no tenía intención de ceder en un principio de la compañía en esta forma, aunque después de un paro de dos días y la amenaza de una huelga prolongada no me quedó más remedio que aceptar hacer el pago. Desde entonces no hemos vuelto a tener problemas sindicales, pero sigue pareciéndome increíble este método de llevar las relaciones laborales.
Después de estos problemas me pareció muy importante actualizar algunos conocimientos básicos de los supervisores, así que pedí al gerente de personal que, asesorado por mí, produjera un paquete de materiales de capacitación para los supervisores. Expresó sin embargo la preocupación de que algunos de ellos podrían encontrar difícil parte del material, de modo que decidí asistir a la primera sesión de capacitación. Después de una buena presentación teórica del gerente de personal, pedimos a los supervisores que participaran en el comentario de las técnicas y su implementación. Esto provocó que la sesión de capacitación se detuviera porque ni los supervisores ni el gerente de personal sabían realmente qué decir ni qué hacer. Después, el gerente de personal me dijo que algunos supervisores tenían sólo seis años de escolaridad, y en cuanto al mismo gerente, parecía incapaz de convertir los conceptos teóricos en acciones prácticas. Este último problema parece ser general en todo el grupo de gerentes.
Otra situación es que parece ser que en México familiares y amistades se ayudan mucho, aún en los negocios. De esto tuvimos un ejemplo interesante hace poco. Necesitábamos estantería metálica especial para una sección de la planta y pedí al gerente de producción que hiciera una comparación de precios de dos empresas conocidas de la ciudad, cosa que hizo. Sin embargo, me sugirió que acudiéramos a un amigo suyo, que podía conseguirnos precios directos de fábrica. Curiosamente, así sucedió efectivamente, y aceptamos el precio de su amigo, que fue el más favorable. Sucedió algo parecido con el contrato de redecoración, para el que González me sugirió que nos pusiéramos en contacto con su primo que tenía un negocio de ese ramo. De nuevo los resultados fueron satisfactorios. Esto es muy distinto de la experiencia nuestra allá, ¿o no? Lo primero que hacemos nosotros es buscar empresas conocidas, esperando que sean confiables y nos den precios justos en vez de involucrar a familiares y amistades.
Los últimos dos meses nos hemos dedicado a tratar de cumplir con los plazos de producción. A pesar de las repetidas seguridades que me dan los gerentes, no hemos todavía cumplido con uno solo. Parece que no se entiende con claridad lo que es un compromiso con un plazo, al grado que a veces me pregunto si algún día entenderán los aspectos básicos de la eficiencia.
En términos totales, los últimos seis meses han sido muy frustrantes. Aunque los mexicanos son corteses y aceptan mi autoridad sin cuestionarla, parece que silenciosamente se resisten a ciertos aspectos de su trabajo que no entienden, o con mis frustraciones sin embargo, sigo confiado en que con un control bien implantado y un método estricto irán aprendiendo gradualmente cómo se debe llevar la planta.
Naturalmente, el problema del idioma complica las cosas todavía más, pero como tengo a González como intérprete y sólo me quedan dos años aquí, apenas parece valer la pena invertir mi tiempo en estudiar español. Ciertamente que no me serviría de nada cuando regrese. Mi esposa también encuentra muy frustrante su experiencia aquí, aunque por fortuna vivimos en una zona de la ciudad en la que hay una población considerable de norteamericanos, lo que nos permite un desahogo muy necesario. Por fortuna, cuando yo termine aquí, esta planta será el dolor de cabeza de algún otro. Me dará mucho más gusto regresar a una situación que sea más fácil de entender.
Debes creerme que esto que escribí no es más que una muestra de mis experiencias hasta este momento. Ojalá que te esté yendo mejor en Manila que a mí aquí.
Te saluda, John.